Ocho años después del cierre de sus puertas al público, el rescate del edificio de Cuba 460 trasciende las fronteras del desafío físico; supone, sobre todo, un examen de conciencia.
Por Daymaris Martínez Rubio
Una tarde, después de un aguacero, un silencioso hilillo de agua se escurrió por las rendijas del Salón de los Bustos. Sorteó los libreros, las vitrinas vacías, el viejo dosel, los sillones en fila; y aguardó, desde el cubil de las sombras, el sacrificio probable de decenas de óleos auténticos devorados por las fauces de la inundación.
Cuando las pupilas de la guía Bárbara Jiménez se acostumbraron a la luz de las bombillas, la paralizó una brisa con olor a camposanto, que se sacudió del rostro gritando a viva voz. Meleros, Menocales, Sulrocas, Caravias…“Los óleos estaban así, como ahora (a ras de suelo)” –dice–. Apilados sobre el polvo como fichas de dominó.
Seis años atrás, hacia 2003, el estado de parte del inmueble y colecciones del Museo Nacional de Historia de la Ciencia, Carlos J. Finlay (MNHC), había obligado al cierre de ese sitio emblemático de la cultura cubana y universal. Pero, las inadecuadas condiciones del claustro y la aún remota posibilidad de recursos, acentuaban todas las angustias de su ya precaria conservación.
Hoy, el grado de deterioro de la muestra continúa siendo un enigma, asegura Orieta Álvarez, investigadora del Museo. “Sabemos, sí, que hay objetos perdidos y otros en estado crítico”, revela, mientras da cuentas de los infructuosos y continuos llamados de atención sobre el problema “a todas las instancias: desde la Academia de Ciencias y el CITMA (Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medioambiente) hasta el Comité Central del Partido: aquí conservamos las cartas; de la mayoría ni siquiera tuvimos acuse de recibo”, afirma la también secretaria de la máxima organización política en el Centro.
Lo inquietante, opina Magalys Reyes, directora del MNHC, es la mezcla de antigüedad y carencias –no solo materiales– que conspira día a día contra una colección única, compuesta por más de un centenar de pinturas; alrededor de 60 mil textos de temática científica; decenas de bustos; muebles; y el más completo legado de la primera academia de ciencias de Cuba y las Américas.
“Cuando desmontamos las salas, hicimos varias gestiones para asegurar la conservación de los objetos. Todas fracasaron. El propio CITMA nunca estuvo en condiciones de ofrecer un presupuesto, y en realidad, del total de la muestra, solo los frascos de la antigua Farmacia San José estarían a buen recaudo, gracias a la gestión de guacales por parte de trabajadores nuestros”.
Ana Cristina Perera, vicepresidenta de Museos del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural (CNPC), no pone en dudas la autenticidad de los esfuerzos ni la traba real de los problemas. Pero, la realidad, sospecha, no está escrita en blanco y negro. “¿Por qué no hablar de responsabilidades compartidas?”.
Los cuidados especiales, explica, responden a “condiciones materiales ideales” casi inaccesibles para la Isla. “En cambio, ¿dónde queda la conservación preventiva: sacudir el polvo, airear un documento, tener un conocimiento detallado de la colección y del grado de deterioro de sus exponentes?
“Muchas veces, la desidia e incluso la falta de fuerza de trabajo capacitada, pueden resultar más dañinas que las privaciones materiales –a menudo, también una gran excusa–. Por supuesto, para preservar se necesita de un soporte material de respaldo. Pero ¿qué se requiere para conservar un instrumento metálico, por ejemplo? Limpieza, y mucha”.
Perera mide sus pasos. Admite que no habría certezas absolutas, pero, sostiene que el peligro de “enquistarse en los obstáculos” es su nexo directo con la pérdida de iniciativas y, lo peor, de espacios sociales.
“Con independencia de cómo funcionen los mecanismos para la conservación y la restauración en Cuba, el MNHC está insertado en un contexto privilegiado como La Habana Vieja”. Ese entorno, insiste, tendría que convertirse en el estímulo de sus trabajadores. “Y en el reto para imponerse sobre la base del trabajo, por encima de todas las carencias, más allá de las incomprensiones”.
Es el último viernes de un junio a ratos húmedo. “¿Té, sin azúcar?”, ofrece, como pertrechándose para un día largo. Es curioso, pero en los tres años de su actual desempeño “nunca tuvo razones del Museo, ni un acercamiento ni un comentario…”.
Ahora, ha llegado a sus oídos la buena nueva de la restauración del edificio. La Oficina del Historiador –sonríe, prevenida del tono “casi apologético” con que nombra la gesta de un hombre y su pueblo– ha sido determinante en el completamiento y ejecución de un presupuesto inicial, donado hace años por la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
“¿Pero, dime, qué cosas han visto?, porque al Museo no voy hace un tiempo”. Curva las cejas, mientras termina su vaso. Y no aguarda por la perspectiva del polvo y los andamios. Sospecha que hay buenas razones para continuar hablando.
La memoria de las piedras
La apabullante circunstancia del abandono por todas partes, delata la ausencia de iniciativas para frenar sus estragos. (Foto: Alexander Isla Sáenz de Calahorra) |
Al mediodía del jueves 19 de mayo, la historiadora Rosa María González ajusta su reloj de pulsera, y medita en los cálidos soles sucesivos que, por siglo y medio, le separan de la fundación de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana.
Se dice poco, lamenta, de aquel tremendo suceso, y de su época, “mucho más revolucionaria de lo que aún puede leerse en los libros. ¿Sabías que, entre sus primerísimas batallas, estuvo fundar un museo y una biblioteca ‘por estar más al alcance del público’?”.
Porque no fue el Museion alejandrino, sino el afán reivindicador del derecho a la cultura de un pueblo, la inspiración para emplazar la Academia en los predios de Cuba 460, donde, en 1874, abría sus puertas el Museo Indígena de Historia Natural.
Pero, en efecto, no sería un lugar de privilegio. Durante la colonia, debió sufrir los avatares del pobre apoyo oficial a una “cofradía” sostenida, literalmente, con el sudor de sus miembros. Incluso en 1962, concedida su autonomía tras la creación de la Academia de Ciencias de Cuba (ACC), el Museo iniciaría una nueva, pero, efímera existencia.
A fines de la década del 1970, la institución sería disuelta y sus fondos quedarían a la custodia del Centro de Estudios de Historia y Organización de la Ciencia (CEHOC), y más adelante, del Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y la Tecnología (CEHCYT). Y no fue sino a finales del pasado siglo, que adoptó la actual estructura de “museo histórico de carácter memorial”.
Eso explica, quizá, la inestabilidad de “una actividad museística con épocas de abandono”, señala el historiador Pedro Marino Pruna, a cargo del grupo de investigación del MNHC. “Le faltó la prioridad necesaria”, sentencia su ex-director, Gerardo González –hoy al frente del Museo de la Farmacia Habanera–, mientras apunta a la prevalencia de “un concepto de institución, de proyectos de investigación, pero no de un perfil museológico ni museográfico completo. Eso hay que reconocerlo.
“Tampoco podría juzgarse a sus trabajadores por esto. Porque la misión encomendada era otra: custodiar bienes y exponer resultados de historia de la ciencia; una labor que, en términos de investigación, ha sido incuestionable. El problema ha estado en lograr prioridad en un sistema de ciencia y tecnología, para el cual nunca ha sido prioritario”.
“Para tener una idea, –añade Magalys Reyes– a mediados de 2009, el CITMA nos comunicó un plazo para el retiro de sus agentes de seguridad y protección. A partir de entonces, hicimos innumerables gestiones, sobre todo por un patrimonio que no podía quedar sin custodia. Pero, nadie pudo ofrecer soluciones. Los trabajadores asumimos las guardias casi durante un mes, día y noche. Cuando nos decidimos a escribirle al compañero Eusebio Leal, no habían transcurrido 24 horas, y allí estaban, han estado hasta hoy, los agentes de Baluarte, de la Oficina del Historiador de la Ciudad (OHC)”.
Justo aquel año, la Ley 106 del Sistema Nacional de Museos de la República de Cuba, se sumaba al cuerpo legal de un Estado altamente comprometido con la salvaguarda de su identidad. Coincidentemente, uno de sus acápites respaldaba el cierre de museos adscriptos a entidades “incumplidoras de sus responsabilidades de custodia y conservación”.
Por esa fecha, ya se manejaba la incorporación del Museo a la red de instituciones de la OHC, “pero las negociaciones se detuvieron en un punto todavía impreciso”, alega la investigadora Orieta Álvarez, mientras afirma que, un año después, aún se estaba a la espera de la cesión del edificio. “Solo a fines de 2010, supimos que no se concretaría el traspaso a la Oficina”.
“De aquella decisión –recuerda Reyes– nos informó el compañero Gustavo Oramas, con un mensaje telefónico –que atribuyó a Danilo Alonso, viceministro del CITMA– de que ‘preparáramos el expediente de extinción, porque la Academia ocuparía el lugar’. Por supuesto, nos tomó por sorpresa. Porque, con el tránsito a la OHC se hablaba del cierre de la unidad presupuestada, pero no del Museo”.
“Es que nunca hablamos de extinguirlo; tampoco fui yo quien comunicó esa información”, subraya el viceministro Alonso. “Por eso, en cuanto los compañeros del Comité Municipal del Partido de La Habana Vieja nos notificaron de esa inquietud, convoqué a una reunión con los trabajadores del ‘Finlay’, a la cual cité a varios compañeros, incluido el presidente de la ACC”.
En aquel encuentro, precisa, “aclaré que una cosa era extinguir la unidad presupuestada y otra, muy distinta, el Museo. Dije, incluso, más o menos con estas palabras, que sería una cuestión insólita, casi de trogloditas, que a alguien se le hubiera ocurrido eliminar los objetos museables, las cosas de valor histórico y patrimonial”.
Mediaba, resalta, la necesidad de resolver uno de los principales problemas enfrentados por el CITMA, y es el gran número de unidades presupuestadas, muchas de ellas pequeñas, como el propio Museo. “Además, el destino de la Academia, a partir de la actual remodelación del edificio, era ubicarse en esa instalación que fue su sede original”.
Dos años atrás, puntualiza el funcionario, la fusión de ambas instituciones, era un hecho concertado y “simultáneo a esos análisis, no su consecuencia. Hablamos del 2009. Desde entonces venimos revisando la estructura de una manera pausada, pero profunda”. Incluso, la Academia ya había sido responsabilizada con la atención sistemática al MNHC, comenta, y la reunificación debía fluir como un proceso natural.
Pero Orieta Álvarez está insatisfecha. “Con las visiones simplistas de un problema que no es de coexistencia, sino de ética”, reprueba. “Si, como se asegura, todo es parte de un proceso minuciosamente concebido, ¿por qué fuimos los últimos informados? "Y ¿por qué de la forma en que se hizo? Lo injustificable, lo que no es un malentendido, es que los trabajadores estuviéramos al margen. Algo que, encima de todo, ha continuado sucediendo hasta hoy”
“A veces la comunicación tiene sus ruidos”, incluso en la actualidad no está bien establecida entre la ACC y el Museo, admite el viceministro, aunque “prevenido” de esos giros suspicaces de la percepción. “En la reunión con el colectivo del Museo encontré un sentimiento más o menos así: ‘nosotros que hemos trabajado tanto, para que ahora venga la Academia a colonizarnos’. También sucede que esos trabajadores han laborado en condiciones muy difíciles: en medio del polvo, de riesgos de derrumbe… Entonces, yo los entiendo. Además, sienten que han sido poco atendidos”. Aunque, aclara que no ha sido tan así.
Con todo, lo esencial continúa pasando inadvertido: ¿qué Museo podría esperarse de un embrión gestado por humanas diferencias, susceptibles hace mucho de una profunda reflexión? Es curioso, pero a pocos parecieran inquietarles las respuestas, como si las tensas circunstancias en que se dirime ese futuro no obligaran a prever sus efectos sobre el delicado nexo entre la ciencia y la sociedad de hoy.
Verdades en construcción
La mañana del 11 de junio, las calles huelen a espuma y a ropa recién colgada. En los contenes, hay gente inmóvil, y en los solares, pasajeros por la vida, como el viejo Felipe Borrell, un cubano típico, memorioso y alegre, vecino de Cuba casi esquina a Teniente Rey.
“¿Entrar al Museo? Un montón de veces”, se anima. “Figúrese que allí pasamos hasta ciclones. Ahora veo a los niños ir y jugar en la puerta. Porque la gente ya no es curiosa. Vaya usté’ a saber por qué”.
Juan Antonio Calderón arrima su taburete. No quisiera contrariar, pero, “le zumba tener que oír ciertas cosas. Que si es para turistas, que si cualquiera no entra… Al ‘Finlay’ lo es-tán reparando, eso es lo que pasa. Mire, allí hubo un director que era como un poeta y ahora hay unas muchachas con mucha preparación”.
Pero, para Aida Wilbis, presidenta del CDR número tres de la zona 15 en el Consejo Popular Plaza Vieja, el aspecto menos favorable del Museo sería, precisamente, su visibilidad. “No se conoce, eso es cierto”, asiente el historiador Pedro Marino Pruna, en lo que considera no solo un achaque del trabajo extensionista, sino “un problema de la ciencia, en sentido general”.
Mireya Ramos, una veterana maestra de 79 años, del centro escolar de referencia René Fraga (Consejo Popular Plaza Vieja), confiesa sentirse al centro de un hallazgo. Hasta hace relativamente poco, no imaginaba el poder de unas herramientas “esenciales en el desarrollo de un pensamiento racional en sus muchachos”. Los museos, dice, no importa su temática, son aulas científicas por excelencia.
Sus alumnos Mélany, Sinahí, Jesica, Paloma y Randy jamás olvidarán los olores del Museo de la Farmacia Habanera ni los fósiles de peces antiguos de la colección nacional de historia natural. Y en las noches de lluvia, cuando los rayos cascan la nuez de la Tierra, saben qué estrellas colgarán sobre los patios, porque La Habana ya tiene Planetario gracias a la ciencia y a la buena voluntad de muchos seres humanos.
Sin embargo, resta muchísimo camino, reconoce Abel Pérez, jefe del departamento de primaria en la dirección municipal de Educación de La Habana Vieja, mientras valora el bajo por ciento de ingreso a carreras de ciencias entre los jóvenes de un territorio, también necesitado de químicos, biólogos, matemáticos y físicos, al servicio de un patrimonio, cuya preservación solo puede ser fruto de un esfuerzo multidisciplinar.
Es parte del objetivo de las aulas-museos impulsadas por la OHC, apunta Gerardo González. “Aquí, en el Museo de la Farmacia Habanera, tenemos un excelente vínculo con el colegio El Salvador (primaria René Fraga). Pero son nexos antiguos. Porque José de la Luz y Caballero fundó ese colegio para rescatar la ciencia de la oscuridad en que estaba sumida. Por tanto, nuestra misión con esa escuela es una deuda histórica.
“Entonces, no tengo dudas del importante papel que podría desempeñar el MNHC, donde han acontecido tantos sucesos descollantes en la historia del país. No solo fue sede de la primera academia cubana de ciencias; también fue el sitio donde Finlay expuso su teoría sobre el agente transmisor de la fiebre amarilla. Allí ocurrió la Protesta de los Trece, el primer congreso feminista en Latinoamérica; allí estuvo Albert Einstein... Aunque, lo más inspirador es que fue en su Paraninfo donde Fidel apostó por el futuro de un país de hombres y mujeres de ciencia”.
“Sueño con ese espacio ideal para canalizar inquietudes, encontrar talentos y fundar vocaciones”, confiesa la socióloga María Antonia García, ex trabajadora del Museo. “Hablamos de un escenario social complejo, matizado por su alta densidad poblacional y condiciones de hacinamiento”, donde la simple mesa de una biblioteca podría significar la tabla de salvación de muchísimas inteligencias, advierte.
Pero, hay razones para estar preocupados, asevera Orieta Álvarez, investigadora y secretaria del núcleo del PCC en el centro: “En el último encuentro con la Academia de Ciencias, nos sorprendió una visión, a mi juicio elitista, sobre un público que apuntaría a científicos, delegaciones extranjeras, estudiantes de carreras biomédicas…”. Y aquello que pareció “un absurdo”, quedó como un calco en la memoria de los presentes, recuerda Reynaldo Pérez, subdirector del MNHC.
Danilo Alonso, viceministro del CITMA, era “casi un espectador” durante aquella reunión de octubre de 2010, donde el presidente de la ACC, doctor Ismael Clark, “expuso su concepto” a los trabajadores. “Dijo que había que pensar si aquel seguiría siendo un lugar abierto a todo el público, o distinguir entre público especializado y general. Pero que seguiría atendiéndose a la conservación del patrimonio, y a la documentación de esa entidad.
“Como Ministerio no hemos evaluado si será un museo abierto o no al público general, si contemplará o no un grupo de investigación… Tampoco soy el indicado para hablar sobre un destino final, porque no hay nada definido al respecto”, puntualiza Alonso, siete meses después de aquel polémico pronunciamiento.
Pero, ¿cómo salvará su deuda pública una institución científica a la cual solo tengan acceso personas especializadas en el tema? “Solo se logrará preservando el patrimonio material e inmaterial allí atesorado”, afirma el presidente de la ACC, por igual fecha. Y añade que las salas, biblioteca y Archivo podrán recibir visitantes sin que medie distinción.
En este punto, respira la polémica. Aunque, bajo la lupa de esta cronista de ciencias, el feliz desenlace comienza a ser bienvenido como una espinosa verdad en construcción.
Examen de conciencia
Créalo o no, el mundo ha girado hasta hoy. Lo prueba el tiempo que es la variable tangible del progreso, y también de su antítesis, no siempre llamada regresión. No es frecuente tildar de retrógrada, por ejemplo, la idea de que la ciencia es “asunto de expertos”, aun cuando hace solo tres siglos, el público común llegó a ser el testigo favorito de una experimentación necesitada de observadores para legitimarse.
Juan Antonio Calderón, vecino de calle Cuba, aguarda esperanzado por el rescate del Museo que custodiara por años. (Foto: Alexander Isla Sáenz de Calahorra) |
Entonces, no existían presupuestos como “público (no) especializado”, muy convenientes a una “sabia” que se inventó la distancia entre el hecho científico y el escrutinio popular. Hoy, la barrera público-experto ha pasado a ser un pacto tan socialmente aceptado que pocos humanos se cuestionan su papel en un mundo tecnocientífico del cual tendrían legítimo derecho de autor.
Ahora mismo, el destino del MNHC pone sobre el tapete la realidad de un problema que trasciende las limitaciones materiales, metodológicas, de prioridad, e incluso las
accidentadas relaciones entre una entidad científica y una institución museística –“al margen de las decisiones sobre su propio futuro”, según afirman los miembros de un
colectivo, encima, disminuido en un 60 por ciento de su fuerza laboral en solo unos años–.
Bajo la epidermis, subyace la “concepción heredada” de una ciencia llamada a superar su propia marca en sus vínculos con una sociedad preparada para las preguntas, pero, sobre todo, urgida de las respuestas. ¿Qué garantías ofrecen las actuales circunstancias para un replanteamiento de los fines y funciones de un Museo compelido a recuperar tiempo y espacio, a trascender la vitrina de su “especificidad”?
La restauración del edificio de Cuba 460, y aún más, el retorno de la Academia de Ciencias a sus predios, deberían ser saludados como un homenaje a aquellos primeros patricios, en cuyos fardos cargados de cera de frutas, aves, peces y mamíferos, viajaba, tal vez, la semilla de aquella certeza que, parafraseando al genio de Clemenceau, llamaríamos ciencia: “asunto demasiado serio como para ser dejado únicamente en manos de científicos”.
*Al cierre de este número la situación se mantenía sin cambios relevantes
(Publicado en Juventud Técnica (http://www.juventudtecnica.cu/Juventud%20T/2011/dilemas/paginas/museo%20de%20la%20ciencia.html), No.362, septiembre-octubre del 2011)
1 comentario:
Con gran pena y horror he leído este artículo que escapa a toda lógica en nuestro país, en pleno siglo XXI... Tal ha sido mi asombro, que hoy mismo (01 de Febrero de 2013) he llamado desde España, para verificar si se había revertido esta situación, y poco se me ha informado, sólo que las obras de restauración del edificio las ha asumido la Oficina del Historiador de la Ciudad. ¿Que ha pasado con tantas obras de arte y científicas maltratadas?...Visité este Museo en tiempos de mejor manejo del patrimonio por las instituciones científicas a su cargo y tengo otra imagen en mis recuerdos. Hace unos dos años contacté con la dirección del centro,a través de la Web de Habana Patrimonial, al leer una noticia sobre la exhibición en un Museo de la Florida, del cuadro de Esteban Valderrama "El Triunfo de Finlay" en la Colección Ramos, y se me aseguró que el mismo se encontraba en los fondos del museo habanero donde llegó después de su retirada del Palacio Presidencial por razones un poco turbias. Aquella historia narraba algo surrealista sobre la salida ilegal de tan importante obra hacia España y de ahí a Miami. Viendo esta triste realidad, ahora dudo que el original esté en La Habana. Al menos si así fuera, el óleo está restaurado a buen recaudo, pero seguramente nunca regresará a nuestro país. Ojalá la buena acción de la Oficina de Eusebio Leal dignifique este espacio de la ciencia y recuperemos en parte este patrimonio ultrajado por la desidia y la ignorancia. Dr. César O. Gómez López.
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