domingo, 1 de mayo de 2011

Tiempos modernos





Subidas a los rieles de una época de cambio, la ciencia y tecnología contemporáneas reclaman un lugar en el podio de debates, refuerzan su condición de procesos sociales, mueven el engranaje de la vida.





Por Flor de Paz y Daymaris Martínez

Los relojes se deshacen, se desparraman, ruedan; amoldan su tic tac bajo el sol de nuevas épocas. Y van “tiernos, extravagantes, solitarios...”, meditaba Dalí en medio de la duermevela, cuando un empacho de queso francés le sirvió para intuir que la memoria es la única medida duradera.
Vienen a la mente los ecos de la revolución copernicana, que ya no es retro ni moderna, sino simplemente permanece en las imágenes poderosas de una ciencia “proveedora de certezas”, cuyo “épico” escapulario aún besan nuestros genes como herencia.
Así aprendimos a leer. Al pie de aquellos dogmas venidos a fe sobre una ciencia y tecnología “de arriba” que evadieron toda clase de escrutinio social, porque, como al salmo en Latín, muy pocas mentes entendían.
En 1927, cuando Metrópolis, la metáfora futurista del cineasta Fritz Lang recelaba de la deshumanización de la sociedad en manos de la cultura tecnológica, el mundo apenas despertaba a una tendencia conflictiva que el desparpajo del átomo terminó por confirmar en Hiroshima.
Las sociedades comenzaban a pedir cuentas. No solo en términos “proscritos” sobre el bien o el mal en nombre de la sabiduría, sino también sobre el talante de sus héroes, casualmente, encabezados por una élite de poder que ¿habría escrito la historia a su manera? Difícil contestar.
Clifford D. Conner rascaría su cabeza, aunque solo por un rato. Las respuestas las halló en su obra Historia popular de la ciencia: mineros, comadronas y mecánicos, cuyo objetivo, al decir del reconocido historiador norteamericano, es demostrar la contribución de “esas masas anónimas de personas humildes” a la construcción social de la ciencia.
“Es absurdo, escribió Conner, imaginar que la teoría cuántica o la estructura del ADN, son conceptos formulados por el conocimiento de trabajadores manuales o campesinos; pero es muy justo afirmar que si muchos éxitos científicos del siglo XX son obras de sublime perfección y refinamiento, no se lograron sin el aporte indiscutible del trabajo y la experiencia de las personas sencillas”.
Al otro lado del silencio
Hace casi medio siglo, Rachel Carson, una bióloga de formación y escritora de oficio, ponía al escrutinio de la luz su propio método científico alternativo, un punto de vista con el cual las observaciones e interpre¬taciones de la gente común eran tan importantes como las de los expertos.
“Vivimos en una era científica, sin embargo, asumimos que el conocimiento de la ciencia es prerrogativa de solo un pequeño número de seres humanos, aislados como sacerdotes en sus laboratorios”, denunciaba en La primavera silenciosa, persuadida de que, para la sabia, había lugar en los asuntos cotidianos.
Carson, a quien sus adversarios calumniaron por “sobrepasar los límites de su género y ciencia”, demostró cómo la ética de la comu-nidad servía como estándar para tomar decisiones acerca de los riesgos ambienta¬es, en los umbrales de una etapa creadora, donde los ideales clásicos dejaban de ser funcionales, porque las nuevas realidades hacían imposible el manejo del conocimiento.
Los viejos preceptos habían sido “completamente ciegos ante problemas de naturaleza global como la contaminación, convertida en un asunto que afectaba a la totalidad del pensamiento, sobre todo, con la toma de conciencia ambientalista”, comenta el filósofo y profesor Carlos Delgado, de la Universidad de La Habana.
Los saberes iban dejando de ser privilegio de un reducido grupo de eruditos, “dueños de la verdad”, según la versión fosilizada de un método científico “manipulado para estigmatizar conocimientos y prácticas -subraya-, como si existiera algo que garantice de ma¬nera tácita e infalible la obtención de certezas por un único camino. Esa es la falacia que pervive con el uso del término”.
Más a tono con su verdadero sentido sería hablar de un “modo en que la ciencia procede y ejecuta el proceso investigativo”. Pero, suponer que tales senderos llevan ineludiblemente a la verdad “es un favor muy flaco al concepto”.
A la larga, las nuevas investigaciones, tecnologías o conocimientos se basan en la probabilidad del error o en el descubrimiento de mejores enfoques, lo cual confirma al saber científico como un camino perfectible, “un rasgo distintivo de aquellos que no admiten autocorrección”.
Es obvio, añade el catedrático, por qué a estas alturas sería un mal intento llamar científica a cualquier práctica cotidiana solo porque a alguien le resulte funcional. “Como el arte del adivino, cuyo éxito no constituye ningún resultado científico porque, cuando no funciona, no cuenta. La ciencia, por el contrario, se caracteriza por un procedimiento que permite depurar ese tipo de error aleatorio. Y si hay tres éxitos y 50 fallos, entonces lo llama por un nombre: casualidad.
“Tampoco significa que algo no probado científicamente no pueda ser verdadero. Podría serlo y el nivel de la ciencia con¬temporánea no estar en condiciones de develarlo. O podría existir un nivel de verdad ‘no científica’, sino antropológica, de funcionamiento comunitario, porque hay un proceso de socialización y objetivación de ese conocimiento perfectamente funcional para un grupo de personas.
“Hay quien tradicionalmente se ha curado con alcohol, agua, o talco. Pero eso no significa que sean medicamentos. ¿Y dentro de una comunidad, quién asegura que no funcione determinado conocimiento
desde el punto de vista etnológico y antropológico para resolver incluso problemas de salud? Pero no es verdad científica. Esa es la diferencia”.
Girar la proa
Con los párpados agitados por la euforia, al ruedo sobre carriles de alta velocidad, la ciencia y tecnología modernas develan las paradojas de un torrente filosófico lento, donde los nuevos ideales no terminan de zarpar.
“Continuamos demandando conocimiento absoluto”, sentencia Delgado, mientras bromea sobre las desventuras de esos pronósticos del tiempo, con los cuales tantos mortales pierden los estribos porque olvidan qué significa probabilidad.
A ratos, “la construcción científica moderna se antoja una religión muy refinada”, ironiza. “Incluso el modelo de toma de decisiones en el mundo aún se sustenta en el credo de que la ciencia provee una certeza, a cuyo consejo ponen oído los aparatos administrativos y políticos, bajo el convencimiento del gran beneficio a la humanidad”.
Pero es un modelo en crisis. Las perspectivas en torno a la ciencia como proceso social desdicen los estilos tecnocráticos y autoritarios, mientras cambian las reglas de un jue¬go donde toda noción de civismo pasa por un protagonismo público real.
“Significa que la sociedad se eduque, participe y tome decisiones”, agrega Delgado. “Con los alimentos transgénicos, por ejemplo, no es lo mismo una decisión en manos de un grupo de representantes –aunque legítimos– que en las de una población conocedora de sus alternativas”.
Justo el pasado año, una encendida controversia en torno al maíz transgénico cubano (FR Bt1) puso sobre el tapete visiones divididas de un asunto, sin embargo, vedado a la opinión pública en la Isla. Capítulo gris para un mundo contemporáneo donde la velocidad, la oportunidad y el uso de la información han dejado de ser papeles secundarios.
Un factor parecía sintomático: la ausencia de canales de diálogo golpea también a una comunidad científica que encuentra obstruidos muchos de esos espacios, opina el doctor Jorge Núñez Jover, director de la Cátedra de Ciencia Tecnología y Sociedad, de la Universidad de La Habana.
No es fortuito, asegura, con la vista sobre el engranaje del sistema científico antillano. “Algunos sectores, incluso de expertos –sea en economía, salud, o energía–, no encuentran reflejados sus puntos de vista en las decisiones adoptadas. Tampoco está creado el canal para influir sobre ellas. Entonces, se pierde la posibilidad de utilizar la inteligencia y creatividad colectivas para encontrar mejores soluciones a los problemas”.
“En esa desventura está no solo la ciencia, sino toda la realidad cubana”, apunta la periodista Rosa Miriam Elizalde, persuadida de los costosos divorcios entre el debate y la experiencia vital, sobre todo en una época de profundos cambios tecnológicos que han barrido el paradigma de la comunicación unidireccional.
“Por tanto, esa percepción de que lo silenciado no existe, estos esquemas rígidos de pensar la realidad como reflejo de lo que se quiere de ella, solo conllevan a un distanciamiento de la realidad misma. El divorcio entre el suceso social y la reacción de los medios, pudo ser perfectamente funcional en los años 70. Pero ya no. No con toda esta permeabilidad de la información”.
Ceros y unos
Miércoles, 20 de octubre. Por la ventana apaisada se cuelan la ciudad, el smog, los timbres de teléfonos, y el aroma mañanero que despierta a un pequeño ordenador portátil capaz de la aventura de la web 2.0.
Cubadebate se hace así, sin grandes artificios ni caudales financieros, “porque es un laboratorio, un experimento donde lo portentoso es el poder de la creatividad”, asegura Elizalde, editora del sitio, después de un sorbo de café y cuatro horas de sueño que completan la rutina de “otro día normal”.
Lo fascinante, confiesa, es trabajar por el enriquecimiento de esa plataforma para la participación plural. “De hecho, son los usuarios quienes modelan los contenidos, con lo cual, lo importante es estar donde estén las audiencias, porque hoy más que nunca se impone escuchar”.
Con la revolución de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TICs), un nuevo poder basado en el conocimiento estremece los andamios de la prensa universal. Los flujos de la noticia desbordan el dique de los medios tradicionales, mientras el huracán de los unos y los ceros complejiza la dinámica de la urdimbre social.
No es posible vivir de espaldas a esos retos, subraya Rosa Miriam, mucho menos en el contexto de una sociedad con amplio acceso a la educación, con competencias entrenadas para el pensamiento: “Ahora mismo, pese a su restringida aproximación a las TICs, Cuba ha sido considerada por la UIT (Unión Internacional de las Telecomunicaciones), como la cuarta nación del mundo en el orden de la expresión de habilidades, por encima de varios países desarrollados como Noruega, por ejemplo”.
Una nueva cultura parece indetenible, la del demos articulado en la periferia de los centros del poder mediático, donde el debate, el ejercicio consciente del pensamiento, ha pasado de ser un inciso opcional.
“Sin embargo, nuestros canales de discusión están como ocluidos o, al menos, no lo suficientemente dispuestos a canalizar toda esa energía y creatividad”, advierte Núñez Jover, en lo que considera un problema no solo mediático, también “científico, social y político; porque forma parte de una cultura de participación, de implicación, de enriquecimiento del pensar colectivo.
“Se trata de un asunto con implicaciones para el mundo de la cultura cotidiana. Porque el debate no tiene que ser exclusivamente científico, entre científicos, o para reclamar un enfoque científico. El propio tema de la selección cubana de beisbol y sus resultados pertenece al patrimonio de la sociedad. Pero, ¿se permite o no que la riqueza del pensamiento colectivo converja en un análisis? ¿Es este un asunto reducido a un grupo de expertos? ¿Y la población?, ¿tiene la capacidad de discutirlo con argumentos?
“Ahora mismo, los proyectos que el país está alentando, incluyen un cambio cultural en un régimen de participación y aprovechamiento de la inteligencia colectiva que no se está dando en la mejor medida”. Ese cambio, apunta Jover, tiene que marchar en paralelo con las grandes transformaciones pretendidas.
“De modo que, poner la ciencia a trabajar es, justamente, hacer funcionar esa capacidad de discutir con argumentos, de ver las cosas con diferentes puntos de vista, de presentar los hechos como evidencia. Eso tiene que ver con las decisiones políticas, con la organización de la sociedad; y también con la pelota, la agricultura, la salud, la educación. Cualquier asunto humano reclama una aproximación lo más científica posible”.
Puentes, imagina, entre la participación social y el uso de los enfoques científicos para propiciarla; donde el dogmatismo, las decisiones unilaterales y la falta de disposición al debate, no serían más que la antítesis de esa nueva ciencia, donde caben Einstein, Dalí, los estadios, y la masa del queso camembert por la velocidad de la luz al cuadrado.
Tiro al blanco...
El cambio de paradigmas experimentado por la ciencia contemporánea encuentra una de sus expresiones en la evolución que han tenido las terapéuticas contra el cáncer, centradas hoy en la transformación del concepto generador de tratamientos y la forma de evaluar el estado de salud del paciente.
Nuevas estrategias, fundamentadas en enfoques menos radicales, consiguen una mayor efectividad que la alcanzada con métodos clásicos de “ataque”, como las radiaciones y la qui¬mioterapia, aunque estas últimas no quedan desechadas.
Se abre paso la llamada medicina personalizada o contra blancos moleculares, que persigue convertir al cáncer en una enfermedad crónica controlable, tal como ocurre con la hipertensión o la diabetes.
Las drogas contra blancos moleculares están dirigidas a revertir la disfunción de determinadas proteínas (el producto de los genes), que de alguna manera no cumplen adecuadamente su cometido. “Los tratamientos son aplicados según los tipos de tumores y pacientes”, precisa el doctor Rolando Pérez, director de Investigaciones del Centro de Inmunología Molecular (CIM). “Además, pueden ser administrados de manera siste¬mática dada su baja toxicidad para el tejido sano. Cuando la enfermedad retoma terreno en el paciente, se utiliza otra droga disímil, en dependencia de cómo el tumor haya escapado de los efectos de la aplicada anteriormente. Mediante combinaciones y líneas terapéuticas diferentes, la enfermedad puede ser mantenida bajo control mucho más tiempo.
“Hoy podemos entender cómo una célula normal se convierte en maligna e interferir así en su crecimiento autónomo, para disminuir su capacidad de invasión y metástasis.
“La comprensión de cómo los tumores interaccionan con el sistema inmune también ha propiciado el surgimiento de las nuevas estrategias. Sabemos que las células tumorales escapan a la acción del sistema inmune y, además, lo utilizan en su beneficio”, agrega.
Pero no es la inmunoterapia el único instrumento que se inserta en esta nueva estrategia de medicina personalizada. Existen otras moléculas como las que inhiben los procesos de proliferación.
No basta, sin embargo, con tener nuevas drogas capaces de ampliar las expectativas en el tratamiento del cáncer. Se requiere, asimismo, de un cambio de mentalidad a la hora de evaluar sus efectos. “Con la terapéutica contra blancos los tumores se reducen poco, aunque se mantienen más controlados”, acota el investigador.