martes, 15 de noviembre de 2011

¿Cortar y tirar?

Cuestiona el científico Emiliano Bruner, del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), en Burgos, España, quien busca determinar la función de la arteria meníngea media, desechada por los neurocirujanos cuando realizan una intervención quirúrgica cerebral. Sentar las bases para un análisis multidisciplinar en los cráneos fósiles, que ofrezca nuevos datos sobre las especies homínidas, es otro de los estudios que se desarrolla en esta institución.

Por Flor de Paz. Fotos: Cortesía del entrevistado.
El cráneo guarda en su estructura las huellas del cerebro que cobijó. Las trazas fosilizadas del encéfalo perpetúan las formas de lo perecedero, tal como el suelo conserva las pisadas de los dinosaurios o del andar bípedo de los Australopithecus de Laetoli .

Son estas, evidencias de un mundo incógnito y lejano que los científicos pugnan por decodificar en el camino de construir el conocimiento. La historia humana es una enciclopedia inconclusa, dependiente de la ciencia y la tecnología. Los métodos de imágenes digitales biomédicas bregan hoy prometedores en ese proceso de búsqueda.

Surgidos desde los años 70 del pasado siglo, alcanzaron dos décadas después resoluciones útiles para la medicina y las neurociencias; pero la posterior irrupción de los estudios moleculares desplazó a los anatómicos y morfológicos y, como resultado, la macro anatomía vascular de nuestro cerebro es todavía desconocida.

Con el esbozo de esta paradoja de la ciencia contemporánea comienza mi diálogo con el científico italiano Emiliano Bruner, Doctor en Biología animal y responsable del Grupo de Investigación en Paleoneurobiología de Homínidos, del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), en Burgos, España.

Sin preámbulos, mi interlocutor define a la Paleoneurología como “el estudio de las variaciones anatómicas del neurocráneo y de la relación funcional y de estructura cerebro-cráneo, nexo que es como una especie de red fisiológica, arquitectural, entre el encéfalo y su estructura ósea. Ambos tejidos se influyen mutuamente y uno moldea al otro”.

El sujeto muere y su cerebro se pierde –agrega Bruner–, pero queda el neurocráneo. Evoluciones, arterias, venas y, por supuesto la forma cerebral, quedan impresas en la parte interna de esta estructura ósea.

Mapa térmico digital
Sin embargo, las investigaciones sobre evolución cerebral realizadas hasta ahora apenas han trascendido el dato de la capacidad craneal como medida del desarrollo de los homínidos, “una referencia cuantitativa bastante cruda”. A la hora de repasar qué transformaciones ha sufrido el cerebro durante el proceso evolutivo, “aporta mucho más el estudio de la estructura espacial de este órgano y la observación de cómo a nivel geométrico se colocan o regulan territorialmente sus componentes. Del análisis de los moldes endocraneales pueden inferirse estos datos”.

Difícil es fundir en materiales como yeso o plástico el positivo de la cavidad craneal sin destruirla y sin dañar sus estructuras internas, pero esa dificultad fue superada con la llegada de la tomografía computarizada y de la denominada anatomía digital. “A través de ellas han podido ser reconstruidas morfologías de fósiles, e internas de todo tipo, incluida la del mondo endocraneal”.


La tomografía computarizada permite escanear los fósiles (en este caso, un cráneo de Australopithecus) obteniendo secciones densito métricas que pueden ser analizadas y manipuladas mediante los instrumentos de análisis de imagen biomédicos, y reconstruir así volúmenes y superficies internas como las endocraneales.
Otro avance ha sido esencial para el desarrollo de la paleoneurobiología: el surgimiento de la geometría multivariante. “Con esta herramienta se desarrollan modelos numéricos de las relaciones espaciales capaces de mostrar las variaciones de los rasgos del cráneo y sus correlaciones. La combinación entre esta tecnología y la tomografía computarizada (obtiene datos y reconstruye anatomías digitales) viabiliza el estudio del vínculo cráneo-cerebro en los fósiles”, precisa el científico.

Huesos craneales de humanos modernos y arcaicos, de Australopithecus y Neandertales, componen buena parte del “banco” digital de Emiliano Bruner. Y la colección crece, porque ahora, además de incrementar la representación de sapiens actuales y de fósiles ha incluido para el estudio a primates no humanos.

    Las reconstrucciones digitales proporcionan las informaciones anatómicas acerca de las estructuras endocraneales, tanto de los componentes morfológicos individuales como de su organización arquitectónica. Las relaciones geométricas y físicas entre estos componentes pueden analizarse recurriendo a modelos numéricos que consideran las correlaciones entre las partes para proporcionar interpretaciones integradas acerca de la variación espacial interna del sistema anatómico.
“Transitamos en estos momentos a la etapa de cuantificación de los datos. Posteriormente mezclaremos los análisis sobre forma (relaciones espaciales), gestión térmica y sistema vascular cerebrales para ver las posibles relaciones entre estos componentes y sus variaciones a lo largo de la evolución humana”.

Una arteria gigante
Los humanos tenemos un cerebro que consume el 20 por ciento de la energía del cuerpo y desconocemos cómo se despliega esa gestión. Pero, además, ¿cómo hemos podido desarrollar un cerebro que `quema´ y no contamos con un sistema de enfriamiento?”, cuestiona el Doctor Bruner.


Angiotomografía de la arteria meníngea media


Basándose en esta interrogante de la paleoneurobiología el científico concentra su atención en la arteria meníngea media, “un sistema vascular que se interpone entre cerebro y cráneo y que ha dejado huellas en los fósiles, aunque con una menor complejidad que en los humanos modernos”.

Poco se sabe de esta estructura anatómica. “Desconocemos cómo se desarrolla, para qué sirve y cuál es su evolución filogénetica. Es una arteria gigante, un complejo de vasos muy grande que rodea el cerebro ¡Para algo servirá!

“No obstante, los neurocirujanos la cortan y la botan cuando hacen operaciones en el cerebro, porque, según ellos, `no sirve para nada´. Pero desde la perspectiva evolutiva esto de que `no sirve en absoluto´ es un poco raro. Si se ha generado todo ese conjunto alguna función ha de tener, y lo estamos investigando”, acota el científico.

La angiotomografía, una técnica biomédica de análisis de imágenes, que a través de un medio de contraste inyectable permite localizar en humanos vivos sus conjuntos arteriales, es una de las herramientas que los investigadores del CENIEH están utilizando en la ejecución de este estudio. Así han conseguido observar las relaciones entre las arterias meníngeas (que rodean el cerebro) y las cerebrales.

Otros instrumentos que Bruner y su equipo han puesto en beneficio de su objetivo científico son los modelos térmicos de distribución del calor, tecnología capaz de mostrar esta variable en los fósiles, a partir de la modificación en la forma del cerebro a lo largo de la evolución humana entre las diferentes especies.

“Desde las dos perspectivas anteriores (la evaluación de cómo se reparte la sangre en los conjuntos arteriales internos y externos del cerebro y la distribución del calor en un cerebro que cambia de forma), pretendemos determinar cuál es la función del conjunto arterial meníngeo medio, cómo funciona y por qué ha evolucionado de esta forma.

“Hasta el momento tenemos un resultado curioso: por estos vasos, importantes en la evolución, no pasa sangre en los adultos. De manera que estamos valorando tres hipótesis: solo tienen valor en la juventud o en la niñez y luego ya no sirven; nada más son útiles en situaciones de emergencia (me pongo a correr y se enciende el `radiador´) o ya no tienen una función vascular sino de protección (cubren el área cerebral que más se pega a la pared del cráneo).

“Estamos buscando las respuestas a estas interrogantes. El resultado tendrá repercusión en la medicina y en la paleontología. Es mejor saber para qué sirven los vasos de nuestro cerebro ¿No?”


[1] Las huellas de Laetoli, Tanzania, son la evidencia de un tipo de locomoción perfectamente bípeda hace 3,5 millones de años. En el mismo yacimiento, aunque en otros niveles, se han encontrado restos de Australopithecus afarensis, por lo que se cree que el autor de estas huellas sería esta especie (Carbonell, E. (coord.), Homínidos: las primeras ocupaciones de los continentes)


viernes, 11 de noviembre de 2011

El controvertido primer americano

Las probables rutas seguidas para llegar a América y el modo en que se produjo su colonización primigenia avivan constantes polémicas científicas. En torno a ese proceso, el doctor Alejandro Terrazas, de la Universidad Autónoma de México, esgrime una visión reveladora de mayores complejidades acerca del poblamiento del continente


Por Flor de Paz

No sabían los primeros humanos que atravesaron el estrecho de Bering que habían llegado al único continente deshabitado del planeta, aunque el desafío de un ecosistema desconocido y diferente les hiciera intuir el advenimiento de un “mundo nuevo”.

Entre 40 mil y 20 mil años atrás sitúan numerosos investigadores el intervalo de un primer desplazamiento humano por el continente americano, cuando toman en cuenta particularidades climatológicas propicias en el puente geográfico por el que atravesaron desde Asia a finales del pleistoceno superior.

Sin embargo, los restos arqueológicos hallados en esta región no evidencian esa antigüedad estimada. “En América apenas hay una docena de yacimientos con fósiles humanos cuya cronología supera los diez mil años”, según enuncian los estudios recogidos por Eudald Carbonell en el libro Homínidos: las primeras ocupaciones de los continentes.

Esta aparente contradicción es vista por el doctor Alejandro Terrazas Mata, encargado del Laboratorio de Estudios de Prehistoria y Evolución Humana del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Autónoma de México (UNAM), como una resultante de la carencia de “huellas” de los primeros pobladores americanos, debido a la desaparición de los glaciares que abarcaban en esa época buena parte del norte del planeta.


El doctor Alejandro Terrazas, de visita en La Habana durante el pasado mes de marzo, apuesta por el territorio de Sonora, donde se está formando la falla de San Andrés, y donde han quedado al descubierto sedimentos del pleistoceno, para el hallazgo de nuevas evidencias sobre el poblamiento de América. (Foto: Gizéh Rangel)

Si los primeros pobladores cruzaron por el estrecho de Bering -reflexiona el antropólogo físico-, tuvieron que recorrer grandes extensiones de tierra helada. En esas regiones del extremo norte del continente nunca vamos a encontrar evidencias; estas empiezan a aparecer por el estado de Nueva York, y más al sur, por lo que ya no pueden considerarse de poblaciones primarias.

En todas direcciones

Las hipótesis más aceptadas por la comunidad científica acerca del poblamiento de América recurren a modelos de migraciones directas y simples. Estas describen un primer ingreso, protagonizado por las llamadas poblaciones paleoamericanas, y un segundo momento, en que se identifican humanos de filiación mongoloide conocidos como amerindios.

Según estos criterios, el grupo primigenio, de muy baja densidad demográfica y movimiento lento, dejó escasas huellas; mientras que el siguiente, de unos 12 ó 13 mil años de antigüedad, reemplazó al primero con una tasa de crecimiento tal que en menos de mil años pobló todo el continente. Fueron sus integrantes los portadores de una tecnología que en Estados Unidos se conoce como Clovis.

Pero esta idea lineal de movimiento de norte a sur, de solo dos migraciones antagónicas entre sí, que se reemplazan una a la otra, es considerada sumamente simplista e irreal por el doctor Terrazas.

El ser humano no se comporta así, señala. “A donde llegamos nos relacionamos con las poblaciones locales, creamos antagonismos y alianzas, relaciones humanas muchísimo más complejas. Tenemos el ejemplo cercano del llamado encuentro de las dos culturas, entre europeos y americanos. Y vemos que lo primero que hacemos los humanos es reconocernos entre sí, biológica y reproductivamente, una forma importante de conocer al otro, de estar en contacto directo. Tuvo que haber sido así a finales del pleistoceno en América”.

Este análisis, y la diversidad biológica de los fósiles hallados en el continente inducen al antropólogo mexicano a pensar que los movimientos de los primeros habitantes de América fueron como el de los átomos: en todas direcciones, dependiendo de las condicionantes del momento, de cada población y lugar. “Y, al parecer, con tecnologías ya diversificadas”.

Falta encontrar los restos humanos más antiguos del continente -acota-, pero los que tenemos, de entre 11 mil 600 y ocho mil años, pertenecen a muchos grupos distintos. “A algunos, como los de Lagoa Santa, en Brasil, podemos llamarlos paleoamericanos (con cráneos alargados y caras verticales y angostas), porque tienen cierta unidad biológica. En cambio, en Tequendama, en la sabana de Bogotá, a una altura enorme sobre el nivel del mar, con un clima de templado a frío, no es la misma gente.

“Al sur de México, en Quintana Roo, hallamos un grupo adaptado al trópico, de baja estatura, cráneos relativamente redondeados y ya gráciles, porque vivieron en condiciones de gran humedad. Otros, como los de Kennewick, en Estados Unidos, tienen cráneos alargados y pudieran confundirse con un brasileño. Sin embargo, hay detalles que indican la diferencia: son altos y robustos, adaptados al clima frío.

“De modo que tenemos una gran diversidad en todo el continente y reducirla a dos poblaciones, que arribaron en solo dos momentos temporales diferentes, no tiene nada que ver con la realidad. Minimizar esa complejidad a modelos demasiado simplificados es traicionarla”, agregó el Doctor en Ciencias antropológicas de la UNAM.

“Por esas razones nos oponemos a esta hipótesis de dos oleadas migratorias que se sustituyen una a la otra, afirma. La evidencia empírica nos lo indica: el estudio de los cráneos y de los cuerpos humanos en su conjunto en todo el continente conduce a que ese modelo tradicional no puede ser real”.

Diversidad tecnológica

Otro asunto que ha llamado la atención de arqueólogos y antropólogos es la diversidad de la industria lítica hallada en América, “en algunos casos irreconocible, sin ninguna característica que permita asociarla entre sí.

“Por ejemplo, en el sitio Monte Verde, Chile, predominan las herramientas de lascas exclusivamente extraídas de núcleos irregulares y, sin embargo, con la misma materia prima y tecnología fueron encontrados allí dos cuchillos bifaciales preciosos. Es decir, que los habitantes prehistóricos del lugar conocían la tecnología bifacial, pero no les interesaba; su tecnoeconomía no lo requería y no perdían el tiempo en practicarla.

“Los de Norteamérica, los Clovis, sí desarrollaron esas puntas bonitas que caracterizan a su industria lítica, pero como elemento de identidad. No las necesitaban para matar a un mamut, su sentido era social, por eso les importaba tanto”.

- ¿De qué modo se pobló entonces el continente?

- Tuvo que haber ocurrido hace unos 20 mil años por una población probablemente muy compleja, no eran mongoloides, sino premongoloides que venían de África. Sabemos que entraron al continente americano, pero que también algunos regresaron a Asia. Solo así se explica la diversidad genética de los dos continentes.

“Desde el punto de vista ecológico, el problema no era entonces cruzar a América, sino adaptarse a otras condiciones climáticas y a nuevas enfermedades, pero contaban con tecnología y con una concepción de la subsistencia basada en el aprovechamiento de todo cuanto estuviera a la mano.

“Ellos nunca se dieron cuenta de que habían entrado a otro continente y de que estaban colonizando un nuevo ecosistema; fueron pasando de generación en generación”.

En cambio –acota el científico-, en Europa los cromañones eran africanos que fueron a vivir al clima frío y debido a que ya tenían una tecnología que los protegía de las bajas temperaturas mantuvieron en parte sus características originarias hasta el mesolítico. En América, cuando son hallados nuevos restos es evidente la adaptación biológica al clima”.

Nuevos rumbos

“Los restos humanos de las cuevas sumergidas de Quintana Roo en el contexto del poblamiento de América”, a cargo del doctor Alejandro Terrazas, fue una de las conferencias magistrales pronunciadas en el pasado congreso cubano Anthropos 2011.
“Estos huesos tienen el potencial de dar otra explicación al surgimiento del hombre americano; primero, porque fueron hallados en una región donde nunca se habían encontrado restos humanos; segundo, porque tienen una morfología diferente a todo lo que se había visto en el continente”, señaló el científico.
El hallazgo, ocurrido en el 2006, replantea todo lo que hasta ahora sabíamos sobre el poblamiento de América. Si regresáramos diez mil años en el pasado, al Pleistoceno, veríamos que en el continente americano los grupos humanos respondían a dos grandes patrones biológicos: el de los paleoamericanos (al que pertenecen los restos más antiguos hallados hasta ahora), y el del amerindio, que exhibía cráneos redondeados y caras cuadradas, sumamente parecidas a las de los indígenas actuales.
“Sin embargo, lo hallado en Quintana Roo no se ajusta a ninguna de estas pautas, más bien tiene características intermedias. Al comparar el cráneo mejor conservado de nuestra colección, el de la Mujer de Las Palmas, con calaveras de todo el mundo (tanto pleistocénicas como modernas), vemos que no se parece ni a las paleomericanas ni a las amerindias, sino a un grupo de fósiles de diez mil años de antigüedad del sureste de Asia”, expuso Terrazas.
“Por tanto, este descubrimiento en las cuevas sumergidas de Quintana Roo, pone en tela de juicio todo lo que se ha dicho hasta ahora sobre el origen del hombre americano”. (Tomado del Boletín UNAM, http://www.dgcs.unam.mx/boletin/bdboletin/2010_517.html)

lunes, 7 de noviembre de 2011

Museo Nacional de Historia de la Ciencia: En busca del tiempo perdido


Ocho años después del cierre de sus puertas al público, el rescate del edificio de Cuba 460 trasciende las fronteras del desafío físico; supone, sobre todo, un examen de conciencia.

Por Daymaris Martínez Rubio

Una tarde, después de un aguacero, un silencioso hilillo de agua se escurrió por las rendijas del Salón de los Bustos. Sorteó los libreros, las vitrinas vacías, el viejo dosel, los sillones en fila; y aguardó, desde el cubil de las sombras, el sacrificio probable de decenas de óleos auténticos devorados por las fauces de la inundación.

Cuando las pupilas de la guía Bárbara Jiménez se acostumbraron a la luz de las bombillas, la paralizó una brisa con olor a camposanto, que se sacudió del rostro gritando a viva voz. Meleros, Menocales, Sulrocas, Caravias…“Los óleos estaban así, como ahora (a ras de suelo)” –dice–. Apilados sobre el polvo como fichas de dominó.

Seis años atrás, hacia 2003, el estado de parte del inmueble y colecciones del Museo Nacional de Historia de la Ciencia, Carlos J. Finlay (MNHC), había obligado al cierre de ese sitio emblemático de la cultura cubana y universal. Pero, las inadecuadas condiciones del claustro y la aún remota posibilidad de recursos, acentuaban todas las angustias de su ya precaria conservación.

Hoy, el grado de deterioro de la muestra continúa siendo un enigma, asegura Orieta Álvarez, investigadora del Museo. “Sabemos, sí, que hay objetos perdidos y otros en estado crítico”, revela, mientras da cuentas de los infructuosos y continuos llamados de atención sobre el problema “a todas las instancias: desde la Academia de Ciencias y el CITMA (Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medioambiente) hasta el Comité Central del Partido: aquí conservamos las cartas; de la mayoría ni siquiera tuvimos acuse de recibo”, afirma la también secretaria de la máxima organización política en el Centro.

Lo inquietante, opina Magalys Reyes, directora del MNHC, es la mezcla de antigüedad y carencias –no solo materiales– que conspira día a día contra una colección única, compuesta por más de un centenar de pinturas; alrededor de 60 mil textos de temática científica; decenas de bustos; muebles; y el más completo legado de la primera academia de ciencias de Cuba y las Américas.

“Cuando desmontamos las salas, hicimos varias gestiones para asegurar la conservación de los objetos. Todas fracasaron. El propio CITMA nunca estuvo en condiciones de ofrecer un presupuesto, y en realidad, del total de la muestra, solo los frascos de la antigua Farmacia San José estarían a buen recaudo, gracias a la gestión de guacales por parte de trabajadores nuestros”.

Ana Cristina Perera, vicepresidenta de Museos del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural (CNPC), no pone en dudas la autenticidad de los esfuerzos ni la traba real de los problemas. Pero, la realidad, sospecha, no está escrita en blanco y negro. “¿Por qué no hablar de responsabilidades compartidas?”.

Los cuidados especiales, explica, responden a “condiciones materiales ideales” casi inaccesibles para la Isla. “En cambio, ¿dónde queda la conservación preventiva: sacudir el polvo, airear un documento, tener un conocimiento detallado de la colección y del grado de deterioro de sus exponentes?


El estado crítico de algunos exponentes se acentúa con el paso de los días y las inadecuadas condiciones para su conservación, señala la guía de museos Bárbara Jiménez. (Foto: Alexander Isla Sáenz de Calahorra).

“Muchas veces, la desidia e incluso la falta de fuerza de trabajo capacitada, pueden resultar más dañinas que las privaciones materiales –a menudo, también una gran excusa–. Por supuesto, para preservar se necesita de un soporte material de respaldo. Pero ¿qué se requiere para conservar un instrumento metálico, por ejemplo? Limpieza, y mucha”.

Perera mide sus pasos. Admite que no habría certezas absolutas, pero, sostiene que el peligro de “enquistarse en los obstáculos” es su nexo directo con la pérdida de iniciativas y, lo peor, de espacios sociales.

“Con independencia de cómo funcionen los mecanismos para la conservación y la restauración en Cuba, el MNHC está insertado en un contexto privilegiado como La Habana Vieja”. Ese entorno, insiste, tendría que convertirse en el estímulo de sus trabajadores. “Y en el reto para imponerse sobre la base del trabajo, por encima de todas las carencias, más allá de las incomprensiones”.

Es el último viernes de un junio a ratos húmedo. “¿Té, sin azúcar?”, ofrece, como pertrechándose para un día largo. Es curioso, pero en los tres años de su actual desempeño “nunca tuvo razones del Museo, ni un acercamiento ni un comentario…”.

Ahora, ha llegado a sus oídos la buena nueva de la restauración del edificio. La Oficina del Historiador –sonríe, prevenida del tono “casi apologético” con que nombra la gesta de un hombre y su pueblo– ha sido determinante en el completamiento y ejecución de un presupuesto inicial, donado hace años por la Organización Panamericana de la Salud (OPS).

“¿Pero, dime, qué cosas han visto?, porque al Museo no voy hace un tiempo”. Curva las cejas, mientras termina su vaso. Y no aguarda por la perspectiva del polvo y los andamios. Sospecha que hay buenas razones para continuar hablando.

La memoria de las piedras

La apabullante circunstancia del abandono por todas partes, delata la ausencia de iniciativas para frenar sus estragos. (Foto: Alexander Isla Sáenz de Calahorra)

Al mediodía del jueves 19 de mayo, la historiadora Rosa María González ajusta su reloj de pulsera, y medita en los cálidos soles sucesivos que, por siglo y medio, le separan de la fundación de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana.

Se dice poco, lamenta, de aquel tremendo suceso, y de su época, “mucho más revolucionaria de lo que aún puede leerse en los libros. ¿Sabías que, entre sus primerísimas batallas, estuvo fundar un museo y una biblioteca ‘por estar más al alcance del público’?”.

Porque no fue el Museion alejandrino, sino el afán reivindicador del derecho a la cultura de un pueblo, la inspiración para emplazar la Academia en los predios de Cuba 460, donde, en 1874, abría sus puertas el Museo Indígena de Historia Natural.

Pero, en efecto, no sería un lugar de privilegio. Durante la colonia, debió sufrir los avatares del pobre apoyo oficial a una “cofradía” sostenida, literalmente, con el sudor de sus miembros. Incluso en 1962, concedida su autonomía tras la creación de la Academia de Ciencias de Cuba (ACC), el Museo iniciaría una nueva, pero, efímera existencia.

A fines de la década del 1970, la institución sería disuelta y sus fondos quedarían a la custodia del Centro de Estudios de Historia y Organización de la Ciencia (CEHOC), y más adelante, del Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y la Tecnología (CEHCYT). Y no fue sino a finales del pasado siglo, que adoptó la actual estructura de “museo histórico de carácter memorial”.

Eso explica, quizá, la inestabilidad de “una actividad museística con épocas de abandono”, señala el historiador Pedro Marino Pruna, a cargo del grupo de investigación del MNHC. “Le faltó la prioridad necesaria”, sentencia su ex-director, Gerardo González –hoy al frente del Museo de la Farmacia Habanera–, mientras apunta a la prevalencia de “un concepto de institución, de proyectos de investigación, pero no de un perfil museológico ni museográfico completo. Eso hay que reconocerlo.

“Tampoco podría juzgarse a sus trabajadores por esto. Porque la misión encomendada era otra: custodiar bienes y exponer resultados de historia de la ciencia; una labor que, en términos de investigación, ha sido incuestionable. El problema ha estado en lograr prioridad en un sistema de ciencia y tecnología, para el cual nunca ha sido prioritario”.

“Para tener una idea, –añade Magalys Reyes– a mediados de 2009, el CITMA nos comunicó un plazo para el retiro de sus agentes de seguridad y protección. A partir de entonces, hicimos innumerables gestiones, sobre todo por un patrimonio que no podía quedar sin custodia. Pero, nadie pudo ofrecer soluciones. Los trabajadores asumimos las guardias casi durante un mes, día y noche. Cuando nos decidimos a escribirle al compañero Eusebio Leal, no habían transcurrido 24 horas, y allí estaban, han estado hasta hoy, los agentes de Baluarte, de la Oficina del Historiador de la Ciudad (OHC)”.

Justo aquel año, la Ley 106 del Sistema Nacional de Museos de la República de Cuba, se sumaba al cuerpo legal de un Estado altamente comprometido con la salvaguarda de su identidad. Coincidentemente, uno de sus acápites respaldaba el cierre de museos adscriptos a entidades “incumplidoras de sus responsabilidades de custodia y conservación”.

Por esa fecha, ya se manejaba la incorporación del Museo a la red de instituciones de la OHC, “pero las negociaciones se detuvieron en un punto todavía impreciso”, alega la investigadora Orieta Álvarez, mientras afirma que, un año después, aún se estaba a la espera de la cesión del edificio. “Solo a fines de 2010, supimos que no se concretaría el traspaso a la Oficina”.

“De aquella decisión –recuerda Reyes– nos informó el compañero Gustavo Oramas, con un mensaje telefónico –que atribuyó a Danilo Alonso, viceministro del CITMA– de que ‘preparáramos el expediente de extinción, porque la Academia ocuparía el lugar’. Por supuesto, nos tomó por sorpresa. Porque, con el tránsito a la OHC se hablaba del cierre de la unidad presupuestada, pero no del Museo”.

“Es que nunca hablamos de extinguirlo; tampoco fui yo quien comunicó esa información”, subraya el viceministro Alonso. “Por eso, en cuanto los compañeros del Comité Municipal del Partido de La Habana Vieja nos notificaron de esa inquietud, convoqué a una reunión con los trabajadores del ‘Finlay’, a la cual cité a varios compañeros, incluido el presidente de la ACC”.

En aquel encuentro, precisa, “aclaré que una cosa era extinguir la unidad presupuestada y otra, muy distinta, el Museo. Dije, incluso, más o menos con estas palabras, que sería una cuestión insólita, casi de trogloditas, que a alguien se le hubiera ocurrido eliminar los objetos museables, las cosas de valor histórico y patrimonial”.


Polvo, polen, y andamios: un feliz “respiro”, por primera vez en siglos, para un sitio emblemático de la cultura universal. La Oficina del Historiador de la Ciudad ha sido decisiva en el completamiento y ejecución de un presupuesto inicial donado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS) para las obras constructivas.(Foto: Alexander Isla Sáenz de Calahorra)

Mediaba, resalta, la necesidad de resolver uno de los principales problemas enfrentados por el CITMA, y es el gran número de unidades presupuestadas, muchas de ellas pequeñas, como el propio Museo. “Además, el destino de la Academia, a partir de la actual remodelación del edificio, era ubicarse en esa instalación que fue su sede original”.

Dos años atrás, puntualiza el funcionario, la fusión de ambas instituciones, era un hecho concertado y “simultáneo a esos análisis, no su consecuencia. Hablamos del 2009. Desde entonces venimos revisando la estructura de una manera pausada, pero profunda”. Incluso, la Academia ya había sido responsabilizada con la atención sistemática al MNHC, comenta, y la reunificación debía fluir como un proceso natural.

Pero Orieta Álvarez está insatisfecha. “Con las visiones simplistas de un problema que no es de coexistencia, sino de ética”, reprueba. “Si, como se asegura, todo es parte de un proceso minuciosamente concebido, ¿por qué fuimos los últimos informados? "Y ¿por qué de la forma en que se hizo? Lo injustificable, lo que no es un malentendido, es que los trabajadores estuviéramos al margen. Algo que, encima de todo, ha continuado sucediendo hasta hoy”

“A veces la comunicación tiene sus ruidos”, incluso en la actualidad no está bien establecida entre la ACC y el Museo, admite el viceministro, aunque “prevenido” de esos giros suspicaces de la percepción. “En la reunión con el colectivo del Museo encontré un sentimiento más o menos así: ‘nosotros que hemos trabajado tanto, para que ahora venga la Academia a colonizarnos’. También sucede que esos trabajadores han laborado en condiciones muy difíciles: en medio del polvo, de riesgos de derrumbe… Entonces, yo los entiendo. Además, sienten que han sido poco atendidos”. Aunque, aclara que no ha sido tan así.

Con todo, lo esencial continúa pasando inadvertido: ¿qué Museo podría esperarse de un embrión gestado por humanas diferencias, susceptibles hace mucho de una profunda reflexión? Es curioso, pero a pocos parecieran inquietarles las respuestas, como si las tensas circunstancias en que se dirime ese futuro no obligaran a prever sus efectos sobre el delicado nexo entre la ciencia y la sociedad de hoy.

Verdades en construcción


Si en sus orígenes los museos eran considerados sitios de privilegio, en la actualidad están llamados a erigirse en centros culturales abiertos al protagonismo de la sociedad. En la foto, pioneros de la escuela René Fraga en uno de sus habituales intercambios con el Museo de la Farmacia Habanera. (Foto: Lisset González)

La mañana del 11 de junio, las calles huelen a espuma y a ropa recién colgada. En los contenes, hay gente inmóvil, y en los solares, pasajeros por la vida, como el viejo Felipe Borrell, un cubano típico, memorioso y alegre, vecino de Cuba casi esquina a Teniente Rey.

“¿Entrar al Museo? Un montón de veces”, se anima. “Figúrese que allí pasamos hasta ciclones. Ahora veo a los niños ir y jugar en la puerta. Porque la gente ya no es curiosa. Vaya usté’ a saber por qué”.

Juan Antonio Calderón arrima su taburete. No quisiera contrariar, pero, “le zumba tener que oír ciertas cosas. Que si es para turistas, que si cualquiera no entra… Al ‘Finlay’ lo es-tán reparando, eso es lo que pasa. Mire, allí hubo un director que era como un poeta y ahora hay unas muchachas con mucha preparación”.

Pero, para Aida Wilbis, presidenta del CDR número tres de la zona 15 en el Consejo Popular Plaza Vieja, el aspecto menos favorable del Museo sería, precisamente, su visibilidad. “No se conoce, eso es cierto”, asiente el historiador Pedro Marino Pruna, en lo que considera no solo un achaque del trabajo extensionista, sino “un problema de la ciencia, en sentido general”.

Mireya Ramos, una veterana maestra de 79 años, del centro escolar de referencia René Fraga (Consejo Popular Plaza Vieja), confiesa sentirse al centro de un hallazgo. Hasta hace relativamente poco, no imaginaba el poder de unas herramientas “esenciales en el desarrollo de un pensamiento racional en sus muchachos”. Los museos, dice, no importa su temática, son aulas científicas por excelencia.

Sus alumnos Mélany, Sinahí, Jesica, Paloma y Randy jamás olvidarán los olores del Museo de la Farmacia Habanera ni los fósiles de peces antiguos de la colección nacional de historia natural. Y en las noches de lluvia, cuando los rayos cascan la nuez de la Tierra, saben qué estrellas colgarán sobre los patios, porque La Habana ya tiene Planetario gracias a la ciencia y a la buena voluntad de muchos seres humanos.

Sin embargo, resta muchísimo camino, reconoce Abel Pérez, jefe del departamento de primaria en la dirección municipal de Educación de La Habana Vieja, mientras valora el bajo por ciento de ingreso a carreras de ciencias entre los jóvenes de un territorio, también necesitado de químicos, biólogos, matemáticos y físicos, al servicio de un patrimonio, cuya preservación solo puede ser fruto de un esfuerzo multidisciplinar.

Es parte del objetivo de las aulas-museos impulsadas por la OHC, apunta Gerardo González. “Aquí, en el Museo de la Farmacia Habanera, tenemos un excelente vínculo con el colegio El Salvador (primaria René Fraga). Pero son nexos antiguos. Porque José de la Luz y Caballero fundó ese colegio para rescatar la ciencia de la oscuridad en que estaba sumida. Por tanto, nuestra misión con esa escuela es una deuda histórica.

“Entonces, no tengo dudas del importante papel que podría desempeñar el MNHC, donde han acontecido tantos sucesos descollantes en la historia del país. No solo fue sede de la primera academia cubana de ciencias; también fue el sitio donde Finlay expuso su teoría sobre el agente transmisor de la fiebre amarilla. Allí ocurrió la Protesta de los Trece, el primer congreso feminista en Latinoamérica; allí estuvo Albert Einstein... Aunque, lo más inspirador es que fue en su Paraninfo donde Fidel apostó por el futuro de un país de hombres y mujeres de ciencia”.

“Sueño con ese espacio ideal para canalizar inquietudes, encontrar talentos y fundar vocaciones”, confiesa la socióloga María Antonia García, ex trabajadora del Museo. “Hablamos de un escenario social complejo, matizado por su alta densidad poblacional y condiciones de hacinamiento”, donde la simple mesa de una biblioteca podría significar la tabla de salvación de muchísimas inteligencias, advierte.


Comparadas con las de perfil social y humanístico, las bajas cifras de graduados de carreras de ciencias naturales y matemáticas en La Habana Vieja, dan cuentas de un fenómeno universal de especial connotación local. (Fuente: Departamento de Estadísticas-MES, tabla: Sarah S. Jiménez)

Pero, hay razones para estar preocupados, asevera Orieta Álvarez, investigadora y secretaria del núcleo del PCC en el centro: “En el último encuentro con la Academia de Ciencias, nos sorprendió una visión, a mi juicio elitista, sobre un público que apuntaría a científicos, delegaciones extranjeras, estudiantes de carreras biomédicas…”. Y aquello que pareció “un absurdo”, quedó como un calco en la memoria de los presentes, recuerda Reynaldo Pérez, subdirector del MNHC.

Danilo Alonso, viceministro del CITMA, era “casi un espectador” durante aquella reunión de octubre de 2010, donde el presidente de la ACC, doctor Ismael Clark, “expuso su concepto” a los trabajadores. “Dijo que había que pensar si aquel seguiría siendo un lugar abierto a todo el público, o distinguir entre público especializado y general. Pero que seguiría atendiéndose a la conservación del patrimonio, y a la documentación de esa entidad.

“Como Ministerio no hemos evaluado si será un museo abierto o no al público general, si contemplará o no un grupo de investigación… Tampoco soy el indicado para hablar sobre un destino final, porque no hay nada definido al respecto”, puntualiza Alonso, siete meses después de aquel polémico pronunciamiento.

Pero, ¿cómo salvará su deuda pública una institución científica a la cual solo tengan acceso personas especializadas en el tema? “Solo se logrará preservando el patrimonio material e inmaterial allí atesorado”, afirma el presidente de la ACC, por igual fecha. Y añade que las salas, biblioteca y Archivo podrán recibir visitantes sin que medie distinción.

En este punto, respira la polémica. Aunque, bajo la lupa de esta cronista de ciencias, el feliz desenlace comienza a ser bienvenido como una espinosa verdad en construcción.

Examen de conciencia

Créalo o no, el mundo ha girado hasta hoy. Lo prueba el tiempo que es la variable tangible del progreso, y también de su antítesis, no siempre llamada regresión. No es frecuente tildar de retrógrada, por ejemplo, la idea de que la ciencia es “asunto de expertos”, aun cuando hace solo tres siglos, el público común llegó a ser el testigo favorito de una experimentación necesitada de observadores para legitimarse.


Juan Antonio Calderón, vecino de calle Cuba, aguarda esperanzado por el rescate del Museo que custodiara por años. (Foto: Alexander Isla Sáenz de Calahorra)

Entonces, no existían presupuestos como “público (no) especializado”, muy convenientes a una “sabia” que se inventó la distancia entre el hecho científico y el escrutinio popular. Hoy, la barrera público-experto ha pasado a ser un pacto tan socialmente aceptado que pocos humanos se cuestionan su papel en un mundo tecnocientífico del cual tendrían legítimo derecho de autor.

Ahora mismo, el destino del MNHC pone sobre el tapete la realidad de un problema que trasciende las limitaciones materiales, metodológicas, de prioridad, e incluso las

accidentadas relaciones entre una entidad científica y una institución museística –“al margen de las decisiones sobre su propio futuro”, según afirman los miembros de un

colectivo, encima, disminuido en un 60 por ciento de su fuerza laboral en solo unos años–.

Bajo la epidermis, subyace la “concepción heredada” de una ciencia llamada a superar su propia marca en sus vínculos con una sociedad preparada para las preguntas, pero, sobre todo, urgida de las respuestas. ¿Qué garantías ofrecen las actuales circunstancias para un replanteamiento de los fines y funciones de un Museo compelido a recuperar tiempo y espacio, a trascender la vitrina de su “especificidad”?

La restauración del edificio de Cuba 460, y aún más, el retorno de la Academia de Ciencias a sus predios, deberían ser saludados como un homenaje a aquellos primeros patricios, en cuyos fardos cargados de cera de frutas, aves, peces y mamíferos, viajaba, tal vez, la semilla de aquella certeza que, parafraseando al genio de Clemenceau, llamaríamos ciencia: “asunto demasiado serio como para ser dejado únicamente en manos de científicos”.

*Al cierre de este número la situación se mantenía sin cambios relevantes
(Publicado en Juventud Técnica (http://www.juventudtecnica.cu/Juventud%20T/2011/dilemas/paginas/museo%20de%20la%20ciencia.html), No.362, septiembre-octubre del 2011)